Miró por la ventana, el bosque se extendía a sus pies.
Sabía que era un bosque porque los libros que la rodeaban así se lo habían dicho. Sabía incluso distinguir cada una de las especies vegetales que componían ese bosque.
Aprendió que los árboles podían ser de hoja caduca y de hoja perenne. No era difícil, solo debía aguardar a eso que llamaban «Otoño» para distinguirlo.
En el invierno vio como los denominados abetos cubrían sus hojas con un manto blanco nombrado «Nieve», agua solidificada fría y húmeda.
Tropezó en los libros con el significado de su nombre.
«Lluvia: Precipitación de agua de la atmósfera que cae de las nubes en forma de gotas.» Aquel día dejo de ver el bosque para mirar al cielo.
No siempre había nubes y de haberlas nunca eran iguales. Aprendió a distinguir esas que la nombraban. Grises y compactas. En algunas ocasiones su nombre caía manso y apaciguado; en otras, torrente enfurecido, arrasaba la tierra haciendo peligrar los arbustos más débiles.
Mil veces estuvo a punto de sacar la mano por esa ventana y sentirla. Mil veces la metió en el bolsillo esperando que pasaran las ganas.
Lluvia conocía el mundo desde los libros.
Lluvia veía el mundo a través de un cristal.
Aprendió a distinguir la primavera del verano por la inclinación de los rayos del Sol que entraban en la habitación. Por el verdor de las flores, por el cantar de los pájaros.
Vivía encerrada en su torre de marfil.
Lluvia nunca abriría la puerta de su mazmorra.