
Aparcó el coche en la penumbra del callejón. El círculo de mujeres se abrió dejando a la vista lo que con tanto celo ocultaban.
La joven de alabastro agarró con sus manos menudas el bajo de una falda casi inexistente tirando de ella. Recolocó el pecho, lo ajustó al corpiño hasta conseguir un canalillo digno de la Loren y con un contoneo de caderas, provocado por sus elevados tacones, se acercó hasta el hombre que aguardaba en el interior del vehículo. Se inclinó para colocarse a la altura de la ventanilla, sonrió mostrando unos dientes bien cuidados que, junto a la punta insinuante de la lengua, le invitaron a soñar.
Diosa. Regía. Ojeó el interior: tapicería de plástico cuarteada, pelos de mascota en el asiento trasero, bolsas vacías y el arrugado envoltorio de una hamburguesería cercana. Se incorporó dejando frente a los ojos del conductor sus nalgas firmes y las cimbreantes caderas.
―Me llamo Keyla. —Murmuró antes de alejarse.
Desapareció entre las formas femeninas. Un círculo protector que la ocultaba de los mortales que buscan el placer en las cálidas noches. Arrancó el motor y sin encender los faros dejó atrás el callejón. En pos de sus ruedas una risa blanca como ventanales de catedral. Alabastro.
Dolores Leis Parra