Desnuda frente al espejo como cada mañana recorrió su cuerpo con la mirada. Aunque en aquellos meses había ganado algo de peso, sus formas no terminaban de recuperar las redondeces que hacían que los hombres se volviesen en la calle para mirarla.
Contó los huesos que se marcaban desde el cuello hasta el pecho, empezando por la clavícula, uno, dos tres, cuatro… cuando saliera del hospital se daría un atracón a donuts. Bajó la mirada, se detuvo al llegar a la cintura, era una lástima que los dulces que se iba a permitir terminaran en esa parte concreta de su cuerpo, nadie puede elegir donde han de asentarse los kilos que se buscan. La línea natural de la cintura le guio hasta la tripa, meses atrás le habían practicado una colostomía y aquella bolsa llena de heces estaba allí para recordarle que seguía viva gracias a ella.
Fueron muchos días de hospital, varios enfermeros, pero solamente uno, ante el miedo que reflejaba sus ojos y el temblor incontrolado de las manos se atrevió a preguntarle “¿la has cambiado alguna vez?- negó ella con un gesto- al menos ¿te has atrevido a mirarla?- insistió él.” Esta vez asintió, claro que la había mirado, era inevitable no toparse con ella.
Aquella pregunta no era tan simple como pudiera parecer. Aprendió a cambiarse la bolsa, primero con asco, luego con resignación, finalmente con agradecimiento. Durante meses formó parte de ella como un miembro ortopédico forma parte de un amputado.
Pero ese día, en su interior anidaban sentimientos encontrados, al agradecimiento ya mencionado, se sumaban la tristeza y el temor. Había llegado el momento de reconstruir la parte afectada; el colon volvería a su lugar y esa bolsa, molesta compañera e impuesta amiga, desaparecería para siempre del reflejo que le devolvería el espejo cada mañana.
¿Cumpliría cada órgano su función? ¿Habría complicaciones tras la operación? ¿Sería solamente un espejismo aquel vientre con nuevas cicatrices? Pensó en la playa que visitaría ese verano, en los vaqueros que no había vuelto a ponerse y aguardaban una nueva oportunidad en el armario, en las prendas ajustadas, en los abrazos sin obstáculos, en el amor sin temer ver el asco en su mirada…
― ¿Estás lista?― al no encontrarla en habitación golpeó suavemente la puerta del baño― han venido a buscarte, te esperan en quirófano.
Lentamente se puso el pijama, a modo de despedida su mano acarició por última vez el bulto sobre la ropa y respirando hondo se enfrentó a las personas que esperaban en la habitación 428 de aquel hospital. Sonrió al celador y se tumbó en la cama.
― Llevo meses preparada.
Mentía para darse ánimos, también por qué sabía que los familiares allí reunidos no serían capaces de entender una respuesta diferente.
― Adelante pues, que hoy es el gran día. ― dijo la enfermera, más a las visitas que a la paciente.
Besos, palabras de aliento, adioses apresurados, nos vemos en un ratito… Cerró los ojos para retener ese momento en la memoria; la alegría que mostraban los ojos nada tenía que ver con lo que lucían el día de aquella primera intervención y sin querer olvidar la preocupación de aquel momento, pensó que era bonito leer esperanza en la mirada de los demás.
― Sí. Hoy es el gran día.
― Relaja los hombros. Así, muy bien. Inclina la cabeza.
Las piernas colgando y la espalda arqueada, permitiendo al anestesista maniobrar en tu columna vertebral.
― Sentirás un pinchazo.― dijo la voz a tu espalda― Será molesto pero no te muevas.
A pesar de estar preparada, a pesar de la enfermera tan simpática que masajeaba los hombros en un doble intento de inmovilizar y relajar, el dolor fue tal que diste un respingo.
― Ya está, tranquila. Ahora voy a introducir una cánula ¿Nunca te habían puesto la epidural?
Yo era madre; había tenido dos hijos, ambos de parto natural. Con el mayor, la epidural no la cubría la seguridad social y lo cierto es que tampoco nadie me planteo la posibilidad de ponérmela; la pequeña llegó tan rápido que si me descuido nace en el coche, ante la imposibilidad de encontrar aparcamiento en los alrededores del hospital.
― Me estoy mareando― consigo decir mientras mi cabeza gira en torno a un suelo que cada vez parece más inestable― ¿es eso normal?
― Hay que tumbarla, deprisa… ya está ¿mejor así?― solamente puedo asentir, la garganta se bloquea ante el miedo a lo que todavía está por llegar.― No te preocupes― continua diciendo, y soy consciente de que no es la primera vez que me marca esa premisa― el conducto para inyectar la epidural es sólo por si fuera necesario alargar la operación. Te han explicado que vamos a intentarlo hacer por laparoscopia, de no ser posible habrá que abrir de manera convencional.
Trato de asentir, pero si las palabras habían huido hacía rato, los movimientos siguieron el mismo camino. Mi mano empieza a arder, lejos, muy lejos escucho a alguien decir “enseguida estarás dormida”, pero pasa el tiempo y sigo oyendo a la gente a mi alrededor, no veo nada, la lámpara del techo ciega mis ojos… Silencio, obscuridad… bendito silencio.
Despierto en una gran sala, cortinas a ambos lados me impiden descubrir si me encuentro sola allí, o más personas en mi misma situación, aguardan que los enfermeros del control se den cuenta de que hemos superado la anestesia, regresando a la vida.
El dolor persiste, no en la espalda. Se extiende en todo el cuerpo, es como si quisiera abandonarme pero no encontrara un poro por el cual escapar, y continúa allí, aferrado a mi interior, rasgando, quemando, golpeando.
― ¿Cómo te sientes?
― Me duele…― mi garganta seca, de más de doce horas sin beber, emite un sonido bronco― ¿Me ha vuelto a poner la bolsa?
El día antes de la operación, el doctor me advirtió de esa posibilidad. Dependiendo de lo que encontraran al abrir, tal vez, y de manera provisional (un par de meses, puntualizó), tendrían que volver a practicar otra colostomía. Cómo en la primera operación, la enfermera levantó la sábana para verme el abdomen, yo ya había vivido ese momento, cerré los ojos, no iba a llorar. Fuera cual fuera la respuesta, en esta ocasión, no iba a llorar.
― No hay nada― me dedicó una sonrisa, la mía se hizo tan amplia que abarcó todo el rostro.― Te pondremos algo para el dolor y en un ratito te llevamos a la habitación. Ahora trata de dormir.
Y dormí, y desperté, y volví a dormir. Así fueron pasando las horas. En los momentos de lucidez pensaba en la alegría de mi familia cuando les contara que por fin, me había librado de la bolsa, luego recordaba que probablemente el doctor ya se lo habría comunicado. Entonces me imaginaba ese instante en que levantando la aséptica bata del hospital, les mostraría la tripa totalmente cerrada, cubierta de cicatrices e inflamada, pero sin ningún órgano interno en el exterior. Y de nuevo me dormía y despertaba con dolor. No podía ver el reloj pero el tiempo se hacía largo, muy largo…
― ¿Te sigue doliendo?― asentía― ¿Mucho?
― Menos.
Y la enfermera, ajustaba el gotero y marchaba de nuevo hacía el control, que desde la situación de mi cama, era parcialmente visible.
― Vamos a bajarte.― otra sonrisa, ¿suya, mía?
El traqueteo por los pasillos. Las charlas airadas de los celadores en una época de huelgas y reclamos ante el proceso de privatización. La puerta del ascensor que se abre. Y el triunfo en la mirada de los tuyos, que rodeando la cama, impiden el paso.
― Venga señores― dijo con humor― Todos a la habitación o me la llevo de nuevo.
Abrieron un pasillo a ambos lados. Él hombre de pijama amarillo me hizo un guiño mientras empujaba la cama hasta la habitación 428. En esa habitación había comenzado todo y en esa habitación tenía su final. Alfa y Omega, de una etapa, que me permitió descubrir que era más fuerte de lo que creía; que me empujo a dar el paso que durante casi veinte años temí dar; que me mostró que esa felicidad, por la que día a día luchaba (desde aquel fatídico día en que casi pierdo la vida) contribuía a la felicidad de todos los que me querían. Y que convertir un sueño, en realidad, sólo depende de mi.
No esperes a que la vida te ponga en una encrucijada para luchar por lo que más deseas. Quizás no tengas una segunda oportunidad.
Dolores Leis Parra