Un pequeño refugio
Me pesa lo incompleto. Atrás quedó la lección aprendida, el puñetazo en el estómago, la puñalada en la espalda, el beso en la mejilla. Mi mirada atraviesa los huecos del destino, trata de adelantarse a los hechos buscando respuestas en el altar de los recuerdos, en la mímica de los sueños, quizá en otras ciudades de paso.
Agarro con cabezonería el famoso clavo ardiendo aunque sé que mis manos se abrasan más allá de la piel y los huesos, créanme señores, huele a carne pasada de punto.
No encuentro refugio entre las cuatro paredes que componen mi mal llamada «casa», una habitación arrendada donde el silencio peina el aire y lo adorna con un pasador de indiferencia, un lugar donde rebosa el vacío de la soledad administrado con cuentagotas, muerte lenta por desgaste.
Huyo, me sumerjo entre una multitud de desconocidos que ignoran mi historia inmersos en la propia, sonrío saboreando café en mi local favorito mientras observo de reojo, con cierta envidia, a dos muchachas conversando a mi lado. Pienso en las amigas que quedaron en España y en las que aguardan en Puerto Montt a que me decida a dar un salto… Este local se ha convertido en una balsa dentro del tormentoso oleaje de Santiago, un refugio al que escapar cuando la realidad aprieta, un lugar para pensar, trazar planes, buscar estrategias, reconducir caminos, reír y/o llorar. Un espacio donde recupero las ganas de escribir, dónde encuentro de nuevo mi voz, dónde vuelvo a ser la mujer que hace unos meses abandonó su tierra dispuesta a enfrentar todo lo que venga.
Dolores Leis Parra