Compañero de viaje
Artículo publicado en la revista Altheia. Diciembre 2012, nº 8
La dependencia de los libros vino gracias a una prima algo mayor que yo, de la que recuerdo nombre pero apenas su persona. Fue ella quien a modo de préstamo, me permitía llevarme a casa los libros de Los Cinco para deleitarme con las extraordinarias aventuras de Jorge, Julián, Dick, Ana y Tim el perro fiel, cuya dueña compartía con sus recién conocidos primos.
Su número de libros, no superior a los ocupados por una balda de la estantería, pronto se quedó pequeño para mis inquietudes lectoras forzándome a buscar nuevo proveedor con que aplacar ese ansia de palabras que se había apoderado de mí. Y he aquí que descubrí la biblioteca ¡Cielos!, miles de libros dispuestos en altos estantes ¿Imaginaba mi infantil cabeza que pudiera existir tantos ejemplares en el mundo?
Todas las semanas después del colegio iba allí, buscaba títulos, recorría estanterías, acariciaba lomos, leía. Me dejaba llevar por las sensaciones, descubría personajes de los que nunca había oído hablar, pero que eran tan fascinantes o más que esos cinco niños que componían mis primeras lecturas.
Empecé la primera colección de libros, “Los Hollister”, recuerdo el mal humor de mi madre al pedirle un dinero del no andábamos sobrados para aumentarla; la llegada de mi padre ocultando ese título que la noche anterior había mencionado que deseaba leer; el inconfundible paquete a los pies del árbol de navidad, del cual conoces el continente pero nunca, hasta rasgar impaciente el papel, su contenido…
Pero también tristeza; no hablo del sentimiento que provoca la historia que nos ofrece, tampoco del dolor que te infringe el profesor cuando, harto de ver cómo navegas entre nubes te da con él en la cabeza; hablo de algo más sutil, del desgarro que se siente al desprenderse de ese conjunto de páginas escritas y encuadernadas en rustica, bolsillo o cartoné. Hablo de recién cumplidos los catorce, cuando orgullosa, decidida y emociona hice mi entrada en la biblioteca de adultos. Algo no iba bien y no había que ser muy inteligente para darse cuenta; la sala de lectura estaba entre cristales, no se veían estanterías, no había libros… ¿acaso me había equivocado de edificio? Un amable bibliotecario ante mi cara de estupor, se acercó solícito para explicarme el funcionamiento de ser mayor en ese recinto; “los cristales son para no romper el silencio en la sala de estudio. Buscas el libro que quieres sacar en ese fichero” señaló un archivador de madera situado junto a la puerta. Pero, ¿qué buscar? necesitaba verlos, tocarlos, dejar que fueran ellos los que me eligieran a mí y no al revés. “Anotas en un papel el número de registro que figura en la ficha” ¿a qué se refiere con número de registro? mi cara se convirtió en todo un poema. “Puedes escoger los que quieras pero en ningún caso se permite sacar más de tres así que anótalos por orden de preferencia.” Finalmente, tras entregar tu elección, ver desaparecer a ese amable bibliotecario en busca de un ejemplar que puede estar o no, y si la fortuna te sonríe te llevas el libro a casa, en caso de que esté prestado, vuelta a empezar con el proceso. Hoy se que la ficha se denomina catalográfica y que el número de registro es el que se da al libro cuando pasa a formar parte de los fondos de la biblioteca y ayuda en su control y posterior difusión, pero entonces la ignorancia hacía que cada vez me sintiera más y más pequeñita. Salí de allí enfadada, triste, humillada. Tardé muchos años en reconciliarme con una biblioteca, a esa en concreto nunca regresé.
Al no poder tomar prestados los libros empecé a acumularlos, cada vez que disponía de un poco de dinero los compraba, algunas veces buscaba en la librería un título determinado, las más me dejaba llevar por aquel que parecía dirigirse exclusivamente a mí. Era fácil complacerme en los cumpleaños, las navidades o esos regalos sorpresa que precisamente por serlo, te llegan en el momento más inesperado. Pronto mi habitación se llenó de libros y abría las puertas del armario mostrando orgullosa a todo aquel que quisiera verlo; mi gran tesoro. ¿Cómo pude desprenderme de ellos? Me habían acompañado en los buenos y malos momentos; esos libros que no podré recuperar…, “Nacida inocente”, “Sara T.”, “Sublime amor juvenil”, “Historia de Karen”, “Motín en el reformatorio”… libros con los que aprendí a ahogar la rebeldía en protagonistas marginales y rebeldes de trágico final; camaradas de una adolescencia aburrida y solitaria a los que la imaginación convertía en compañeros de fatiga, y de los que afortunadamente, ahora lo comprendo, nunca tomé ejemplo. Mis lecturas de la época no eran muy constructivas, fueron libros que marcaron una etapa, libros de los que no puedo ni quiero renegar porque indudablemente, influyeron a la hora de moldear mi personalidad.
Ahora mi compañero de viaje se ha hecho más pequeño, más manejable, más práctico. El ebook almacena todos los libros que deseo y más. Tengo en un mismo espacio, juntos y revueltos a Antonio Gala, Boris Izaguirre, Kate Morton o Pérez Reverte por poner un ejemplo, ¿les gustará verse en tan estrecha intimidad impuesta por mí de forma totalmente aleatoria?
Aún reconociendo las ventajas del libro electrónico, debo reivindicar el libro tradicional. Rompo una lanza por él. No siento pudor al hablar del tacto áspero del papel, del olor característico que desprende al abrir sus páginas…, saberlo manoseado, sucio, con los bordes plegados no es para los amantes de la lectura motivo de rechazo. El libro muestra orgulloso esas cicatrices acumuladas en las innumerables batallas libradas contra el olvido. Nos hace cómplices de su historia, tan sencilla como haber cumplido el honroso deber de hacer sentir a todo aquel que lo ha tenido entre sus manos. Manchas, arrugas y dobleces que hacen envejecer con belleza al ejemplar y que nos dice mucho de sus anteriores destinos.
El libro. Querido, odiado, amado, denostado, perseguido, expuesto, escondido, destruido, mimado, sufrido…, venerado o maldito. En cualquier caso, nunca indiferente.
Dolores Leis Parra